martes, 10 de junio de 2014

HISTORIA DE LOS FUNDADORES DE LAS OBRAS MISIONALES PONTIFICIAS


CONOSCAMOS LAS HISTORIAS DE NUESTROS FUNDADORES DE LA OBRAS

SANTA PAULINA JARICOT


Paulina Jaricot nació en 1799 en el seno de una familia católica de la pequeña burguesía. A los 17 años de edad decidió consagrarse a Cristo. Cuando su hermano Philéas estaba a punto de entrar en el seminario de las Misiones Extranjeras de París, Paulina promovió la primera colecta por las misiones. A los 19 años, lanzó una colecta misionera llamada «Una moneda a la semana». En la práctica, grupos de diez personas destinaban cada uno por semana una moneda destinada a las misiones. Este método de recolección de fondos para las misiones fue adoptado, en 1822, por el grupo de fieles de Lyón que fundó la Propagación de la Fe. En 1826, Jaricot comenzó el Rosario Viviente que en pocos años agrupó a un millón de fieles. Cinco años después, esta iniciativa desembocó en la fundación de una comunidad de Hijas de María. Con el deseo de ofrecer una contribución social a la crisis que en 1845 afectó a los obreros de la industria textil, Paulina Jaricot construyó una cooperativa denominada «Obra de las obras». Los gastos de la construcción y la gestión de esta iniciativa fueron ingentes, hasta el punto de que la fábrica tuvo que cerrar y Paulina se vio obligada a vivir en la miseria hasta su muerte. Las 115 direcciones de las Obras Pontificias Misioneras de diferentes países del mundo se inspiran hoy en su obra y carisma.


En cada parroquia del mundo, el tercer domingo de octubre se celebra el Día de las Misiones, una fecha para ofrecer oraciones, sacrificios y limosnas por las misiones y los misioneros de todo el mundo. Hoy vamos a hablar de la joven a la cual se le ocurrió esa idea.
La idea feliz nació de una simple charla con la sirvienta de la casa. Un día llegó Paulina Jaricot de su trabajo, cansada y con deseos de escuchar alguna narración que le distrajera amenamente. Y se fue a la cocina a pedirle a la sirvienta que le contara algo ameno y agradable. La buena mujer le respondió: "si me ayuda a terminar este trabajito que estoy haciendo, le contaré luego algo que le agradará mucho". La muchacha le ayudó de buena gana, y terminando el oficio la cocinera se quitó el delantal y abriendo una revista de misiones se puso a leerle las aventuras de varios misioneros que en lejanas tierras, en medio de terribles penurias económicas, y con grandes peligros y dificultades, escribían narrando sus hazañas, y pidiendo a los católicos que les ayudaran con sus oraciones, limosnas y sacrificios, para poder continuar con éxito su difícil labor misionera.
En ese momento pasó por la mente de Paulina una idea luminosa: ¿por qué no reunir personas piadosas y obtener que cada cual obsequie dinero y ofrezca algunas oraciones y algún pequeño sacrifico por las misiones y los misioneros, y enviar después todo esto a los que trabajan evangelizando en tierras lejanas? Y se propuso empezar a llevar a cabo esa mima semana tan bella idea.
Paulina había nacido en la ciudad de Lyon (Francia) y desde muy niña había demostrado un gran espíritu religioso. Su hermano mayor sentía inmensos deseos de ser misionero y (quizás por falta de suficiente información) le pintaban las misiones como algo terrorífico donde los misioneros tenían que viajar por los ríos sobre el cuello de terribles cocodrilos y por las selvas en los hombros de feroces tigres. Esto la emocionaba a ella pero le quitaba todo deseo de irse de misionera. Sin embargo sentía una gran inclinación a ayudar a los misioneros de alguna manera, y pedía a Dios que la iluminara. Y el Señor la iluminó por medio de una simple lectura hecha por una sirvienta.
De pequeñita aprendió que un gran sacrificio que sirve mucho para salvar almas es el vencer las propias inclinaciones a la ira, a la gula y al orgullo y la pereza, y se propuso ofrecer cada día a Nuestro Señor alguno de esos pequeños sacrificios.
Cuando en 1814 el Papa Pío VII quedó libre de la prisión en la que lo tenía Napoleón, el pueblo entero salió en todas partes a aclamarlo triunfalmente en su viaje hacia Roma. Paulina tuvo el gusto de que el Santo Padre al pasar por frente a su casa la bendijera y le pusiera las manos sobre su pequeña cabecita. Recuerdo bellísimo que nunca olvidó.
De joven se hizo amiga de una muchacha sumamente vanidosa y ésta la convenció de que debía dedicarse a la coquetería. Por varios meses estuvo en fiestas y bailes y llena de adornos, de coloretes y de joyas (pero nada de esto la satisfacía). Su mamá rezaba por su hija para que no se fuera a echar a perder ante tanta mundanidad. Y Dios la escuchó.
Un día en una fiesta social resbaló con sus altas zapatillas por una escalera y sufrió un golpe durísimo. Quedó muda y con grave peligro de enloquecerse. Entonces la mamá le hizo este ofrecimiento a Dios: "Señor: yo ya he vivido bastante. En cambio esta muchachita está empezando a vivir. Si te parece bien, llévame a mí a la eternidad, pero a ella devuélvele la salud y consérvale la vida".
Y Dios le aceptó esta petición. La mamá se enfermó y murió, pero Paulina recuperó el habla, y la salud física y mental y se sintió llena de vida y de entusiasmo.
Poco después, un día entró a un templo y oyó predicar a un santo sacerdote acerca de lo pasajeros que son los goces de este mundo y de lo engañosas que son las vanidades de la vida. Después del sermón fue a confesarse con el predicador y éste le aconsejó: "Deje las vanidades y lo que la lleva al orgullo y dedíquese a ganarse el cielo con humildad y muchas buenas obras". Desde aquel día ya nunca más Paulina vuelve a emplear lujosos adornos de vanidad, ni a gastar dinero en lo que solamente lleva a aparecer y deslumbrar. Sus vestidos son sumamente modestos, hasta el extremo que las antiguas amigas le critican por ello. Ahora en vez de ir a bailes se va a visitar enfermos pobres en los hospitales.
Y es entonces cuando nace la nueva obra llamada Propagación de la fe. Son grupitos de 10 personas, las cuales se comprometen a dar cada una alguna limosna para los misioneros, y ofrecer oraciones y pequeños sacrificios por ellos. Paulina va organizando numerosos grupos (llamados coros) entre sus amistades y las gentes de su alrededor y pronto empiezan ya a recoger buenas ayudas para enviar a lejanas tierras.
Su hermano, que se acaba de ordenar de sacerdote, propone la idea de Paulina a otros sacerdotes en París y a muchos les agrada y empiezan a fundar coros de Propagación de la Fe. La idea se extendió rapidísimo por toda la nación y las ayudas a los misioneros se aumentaron inmensamente. Casi nadie sabía quién había sido la fundadora de este movimiento, pero lo importante era ayudar a extender nuestra santa religión.
Para poder conseguir más oraciones con menos dificultad, Paulina formó grupitos de 15 personas, de las cuales cada una se comprometía a rezar un misterio del rosario al día por los misioneros. Así entre todos rezaban cada día un rosario completo por las misiones. Fue una idea muy provechosa.
Paulina se fue a Roma a contarle al Santo Padre Gregorio XVI su idea de la Propagación de la Fe. El Sumo Pontífice aprobó plenamente tan hermosa idea y se propuso recomendarla a toda la Iglesia Universal.
Al volver a Francia fue a confesarse con el más famoso confesor de ese tiempo, el Santo Cura de Ars. El santo le dijo proféticamente: "Sus ideas misioneras son muy buenas, pero Dios le va a pedir fuertes sacrificios, para que logren tener más éxito". Esto se le cumplió a la letra, porque en adelante los sufrimientos e incomprensiones que tuvo que sufrir nuestra santa fueron enormes.
Al principio recogía ella misma las limosnas para las misiones, pero varios avivados le robaron descaradamente. Entonces se dio cuenta de que debía dejar esto a sacerdotes y laicos especializados que no se dejaran estafar tan fácilmente.
Después recibió ayudas para fundar obras sociales en favor de los obreros pobres, pero varios negociantes sin escrúpulos la engañaron y se quedaron con ese dinero. Paulina se dio cuenta de que Dios la llamaba a dedicarse a lo espiritual, y que debía dejar la administración de lo material a manos de expertos que supieran mucho de eso.
En 1862, después de haber perdonado generosamente a todos los que la habían estafado y hecho sufrir, y contenta porque su obra de la Propagación de la Fe estaba ya muy extendida murió santamente y satisfecha de haber podido contribuir eficazmente a favor de las misiones católicas.
Veinte años después, en 1882, el Papa León XIII extendió la Obra de la Propagación de la Fe a todo el mundo, y ahora cada año, el mes de octubre (y especialmente en el tercer domingo de este mes) los católicos fervorosos ofrecen oraciones, sacrificios y limosnas por las misiones y los misioneros del mundo entero.








PABLO MANNA

Paolo Manna nació en 1872 en la localidad italiana de Avellino. En 1887, con quince años, entra en los Salvatorianos, pero cuatro años después deja esta Congregación para ir a estudiar al Seminario de Misiones Extranjeras de Milán y cumplir su sueño de ser misionero. Tras ordenarse sacerdote, en 1895 marcha como misionero a la lejana Birmania, país en el que trabajaría con los indígenas de la tribu Ghekku. Sus problemas de salud acabarían por frustrar esa vocación misionera (de hecho, en 1912 deberá regresar definitivamente a Italia), pero en el camino ya habían quedado esbozados sus novedosos criterios misioneros, sobre todo en el terreno de la inculturación. Sus palabras constituían toda una declaración de intenciones. “Me dirigiré a mis ovejas en su propia lengua, rescataré sus tradiciones, integraré sus locuciones y sus maneras de pensar en mi trabajo de evangelización...”, afirmaba.


A su regreso a Italia, el padre Manna se convertirá en el gran animador misionero que fue. En 1916 –ya está dicho– crea la que será su obra cumbre: la Unión Misional del Clero, que en 1937 recibiría el titulo oficial de Obra Pontificia. En el origen de la Unión Misional hay que ver una dura realidad, denunciada por el propio Manna: la indiferencia de muchos obispos y del clero ante el problema de lo que en la época era conocido como “conversión de los infieles”. “Muchos sacerdotes se ocupan demasiado de sus propios problemas pastorales y no lo suficientemente de las misiones”, decía.



Con la creación de la Unión Misional –tarea en la que contó con la ayuda del obispo de Parma y fundador del Instituto Misionero Javeriano, Guido María Conforti,– el padre Manna perseguía un único objetivo. Y éste no era otro que el de “ayudar a despertar y profundizar la conciencia misionera de la vida sacerdotal y de la vida consagrada”. Dicho con otras palabras. La Unión Misional se encargaría de “encender en las almas de los sacerdotes el deseo de la conversión de los gentiles”, tal y como se especifica en los estatutos generales de 1937. Esos estatutos precisan también que no se trata de “una nueva Obra Misional instituida para recaudar limosnas de los fieles”.



No estaba de más esa precisión. En 1916, hacía tiempo ya que funcionaban las otras tres Obras Misionales. La primera de ellas, la de la Propagación de la Fe había visto la luz casi un siglo antes, en 1822, de la mano de una joven llamada Paulina Jaricot. Dos décadas después, en 1843, el obispo Forbin-Janson, había creado la Obra Misional de la Santa Infancia. Y hacia el final de siglo, en 1889, nacía, de la mano de Estefanía y Juana Bigard, madre e hija respectivamente, la Obra de San Pedro Apóstol. Con la creación de estas instituciones, sus fundadores (tres cristianas laicas y un obispo, todos ellos franceses) habían querido subrayar que todo bautizado era responsable de la transmisión de la Buena Noticia de Jesús; pretendieron también animar a la cooperación misionera ya desde la infancia; y ayudar a la formación del clero indígena. Al poner en marcha la Unión Misional del Clero, el padre Manna buscó una mayor implicación de las personas consagradas en la misión y, especialmente, de los sacerdotes. El nuevo beato lo tenía muy claro: a nadie concierne más la difusión del Evangelio que al sacerdote. “Ninguno más que él debe ser celoso del progreso de las misiones (...) La clave del problema misionero está en las manos del sacerdote”, afirmaba.





ESTEFANIA Y JUANA BIGARD




 






"Dios me hace pagar caro el honor de ser la mades de sus sacerdotes. Estos queridos seminaristas no sabrán nunca cuánto me cuestan". Con estas palabras se desahoga Juana Bigard en una carta que escribe a un obispo misionero.



“Quiero más la ordenación de un sacerdote indígena que la conversión de 50.000 cristianos”, clamaba Inocencio XI en el siglo XVII. Un siglo después el papa Pío VI advertía a los obispos misioneros del Extremo Oriente: “Considerad el establecimiento de seminarios como vuestro primer deber, el más noble, el más digno objeto de vuestros afanes”. Y continuaban los requerimientos papales sobre el mismo asunto, esta vez a cargo de León XIII: “Que los católicos comprendan y se convenzan, sobre todo, de que el mejor uso que pueden hacer de su dinero es donarlo para el clero nativo de las misiones”.




Voces y voces de necesidad, llamadas de urgencia, apelaciones a conciencias dormidas proferidas por destacados Papas que caían en los oídos sordos no solo de la comunidad de fieles de la Iglesia católica, sino, sobre todo y lo que es más grave, de sus propios pastores. Corría la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX en una Francia sacudida por el vendaval revolucionario y el sectarismo napoleónico donde estos requerimientos para sostener la formación de los jóvenes llamados al sacerdocio o a la vida consagrada de los territorios de misión caían en saco roto, cuando no en el despreció o desdén. Se consideraba que estos muchachos de lejanas tierras eran indignos del sacramento de la ordenación sacerdotal; se imponía el criterio egoísta de atender primero las propias necesidades pastorales o las más cercanas que a las de lugares que les resultaban muy ajenos y alejados; y los poderes políticos y económicos, que habían extendido en estos territorios sus tentáculos coloniales, no veían con buenos ojos ningún tipo de formación para los nativos que pudiese dar lugar a unos liderazgos que, a la larga, cuestionasen todo su sistema basado en la dominación y el expolio.



Oídos despiertos

Solo un puñado de misioneros, algunos obispos de las misiones y, lo que es más sorprendente, una joven, mujer y seglar, de nombre Juana Bigard, con el apoyó insustituible de su madre Estefanía Cottin de Bigard, tuvieron oídos despiertos para escuchar un clamor papal que se había percatado de la importancia que tenía para el enriquecimiento de la Iglesia universal el lograr la indigenización de las nuevas Iglesias nacidas en los territorios de misión y, por consiguiente, de volcar esfuerzos y recursos en la formación de las abundantes vocaciones nativas que estaban surgiendo.


Y si Juana Bigard fue capaz de oír, también tuvo corazón para sentir. Hasta el punto de proclamarse y, lo que le supuso mayor entrega y desprendimiento, convertirse en “madre” de los jóvenes llamados al sacerdocio o a la vida consagrada de los territorios de misión. Y así se lo hizo saber al obispo de Nagasaky, monseñor Cousin, cuando le pidió ayuda para sus seminaristas: “Dios me hace pagar caro el honor de ser madre de sus sacerdotes. Esos queridos seminaristas no sabrán nunca cuánto me cuestan”.



¡Y tanto que le costaron! Porque a los oídos y el corazón Juana sumo unas manos abiertas y entregadas que la llevaron a desprenderse de dotes, herencia, casa, joyas, vestidos... hasta llegar a una austera dieta alimenticia para poner todos sus bienes y posesiones al servicio de los seminaristas de las Jóvenes Iglesias. Y no se conformó con entregar todo lo suyo sino que no le importó convertirse en mendiga por Cristo y andar llamando de puerta en puerta con la intención de concienciar a los católicos sobre la necesidad de abrir seminarios y atender a la formación de las vocaciones nativas en los territorios de misión. Su ejemplo de vida era el mejor aval para convencer al otro.



Mujer heroica




Fue su total y gratuita generosidad la que le permitió andar ligera de equipaje y la que le proporcionó la libertad necesaria para afrontar todo tipo de problemas y dificultades que le llevaron a adoptar una actitud que, sin duda, se puede calificar de heroica en su compromiso en favor de la causa del Reino de Dios. A Juana, joven, mujer y seglar, no le tembló la voz cuando denunció -ante obispos, teólogos y sacerdotes- que aquellos que consideraban a los seminaristas de los territorios de misión como indignos del sacramento sacerdotal tenían unos principios que “rayan con la herejía”. No le importó enfrentarse a quienes no entendían que se destinasen tantos recursos a las Iglesias tan lejanas cuando eran tantas las necesidades propias. No se amedrentó cuando los políticos y los industriales de la época trataron de confiscar los bienes que Juana Bigard había recolectado para las vocaciones nativas de los territorios de misión, con la intención de acabar con una iniciativa como la suya que pudiera dar lugar a la formación de unos líderes locales que se alzaran contra sus intereses de metrópoli. No tuvo reparos en enfrentarse a sus propios familiares, que le llevaron en varias ocasiones ante los tribunales de Justicia porque veían como su generosidad les iba a dejar sin una herencia que consideraban segura.
Tanta oposición, tan heroico calvario iba a tener, sin embargo, consecuencias sobre la vida de Juana, que tuvo que expatriarse de su tierra natal para marcharse a vivir a Suiza; y, lo que es más grave, también sobre su salud. Los veintiocho últimos años de su vida hubo de pasarlos en una clínica psiquiátrica. Antes había escrito que tenía la convicción de que su misión, si alguna había tenido, la había terminado ya. “Quisiera sepultarme en el silencio y ser olvidada por todos”.
Afortunadamente, este último propósito no lo alcanzó. Hoy se la recuerda como la fundadora de una gran Obra, que tiene el carácter de Pontificia y que se la conoce con el nombre de San Pedro Apóstol. Y, si llegó a hacer realidad este inigualable propósito, fue porque Juana Bigard tuvo oídos para escuchar un clamor. Tuvo corazón para hacerse “madre” de seminaristas. Manos abiertas a la acogida y el desprendimiento. Generosidad desmedida. Voz ante la injusticia y el sinsentido. Hoy su Obra nos sigue recordando que no podemos permitirnos el lujo de que ninguna vocación al sacerdocio o a la vida consagrada de los territorios de misión se pierda.





























ESPIRITUALIDAD MISIONERA

 JESÙS SE NOS DA COMO ALIMENTO PARA PERMANECER EN NOSOTROS Objetivo:   Ayudar a los niños y niñas para que comprendan, que para ser testigos...